lunes, mayo 02, 2011

La señora mayor




Me paso las noches leyendo libros con la televisión encendida de fondo. Así me siento un poco más acompañada. Desde que Pepe se murió ya no tengo nada que hacer. Ansiaba llegar a la jubilación. Aquel cumpleaños suyo fue un estallido de alegría; sólo hacía que pensar en los viajes que haríamos, en las actividades que realizaría... en todo aquello que por fin podría coronar tras años de ilusiones frustradas. El primer mes lo cogió con mucho ímpetu, se apuntó al gimnasio, empezó a ir a jugar a la partida, iba a buscar a los niños al colegio, pretendía hacerme el amor. Por fin veía radiante a un hombre que había sido Battelby el escribiente versión portería. Sin embargo poco duró. De repente se empezó a marchitar. No le apetecía hacer nada, todo le aburría... no tenía ninguna motivación para nada, menos mal que se le fueron las ganas de hacerme el amor. Al poco tiempo murió. Y eso no es lo peor, lo peor es que me dejó sola.

Cuando me quedé viuda me pasó lo mismo que a él cuando se jubiló. Lo lloré en el entierro, sí, pero en el fondo me alegré porque albergaba una emoción de libertad que me insuflaba vida. Por fin podría hacer lo que me diera la gana, apuntarme a Tai Chi, a pintura, a clases de internet.
Como mis hijos ya los tenía casados, con sus vidas, y por fin ya no tenía ningún tipo de responsabilidad decidí apostar por mí y hacer todo aquello con lo que me había pasado la vida fantaseando. Empecé a salir a las salas de fiestas, a entrar y salir de casa cuando me daba la real gana, a ponerme la ropa que me daba la gana, a pelearme con los del gas por la factura tan alta que me habían cobrado, a no dar explicaciones, a pensar en mí. Pero el tiempo ha ido pasando, y ahora quien se está marchitando soy yo. Me siento como si estuviera en mitad de un desierto infinito donde parece que no existe ningún oasis. Al principio me encontraba muchos, pero cuando llegaba a ellos eran solo eso, mirajes. En esos primeros momentos me daba igual que se desvanecieran, tenía la ilusión de que algún día llegaría a uno que fuera real. Después de encontrar todas esas ilusiones, esperanzas que se desvanecían a medida que me acercaba, fui notando cómo mi ilusión se iba fundiendo hasta desaparecer por un abismo muy pequeño que tengo que tener en el centro del estómago, un poco más arriba del ombligo.

Y aquí estoy hoy, con mi libro, que ya no me interesa, la tele encendida y contándole mi vida a una tía del teléfono de la esperanza, qué sé que no te interesa lo más mínimo lo que te cuento, que estás allí porque es tu trabajo y escuchar a viejas como yo es lo que hace que te ganes el pan. Aquí estoy, hija, esperando a que un día, que se me antoja no muy lejano, sople alguna mala racha y acabe de apagar la llama que a medio gas me mantiene en vida. No me envíes a nadie, no hace falta, sólo quería hablar, además ya me he tomado la pastilla para dormir. Pronto me quedaré frita.