Robert trabajaba en una pequeña fábrica de parachoques en Detroit. Era el hijo de un pequeño granjero de Alabama. A fuerza de empeño, esfuerzo, renuncias y horas de estudio y servicio a la comunidad, consiguió una beca para estudiar ingeniería industrial en la Universidad de Carolina del Sur. Cuando llegó la carta de admisión, sus hermanos pensaron que lo mejor que le podía pasar a Robert en su inminente etapa universitaria era empezar a vivir, sin pensar en un sólo momento en qué era lo peor que le podía pasar. Pero bueno, en general, como la mayoría de las personas piensa en futuribles optimistas para no fenecer moralmente manteniendo así la llama de la esperanza viva, a sus hermanos no se les pasó por la cabeza en ningún momento que Robert podría seguir con el mismo estilo de vida de siempre. Porque aunque mantengamos la esperanza de que la gente cambia, muy poca gente tiene los cojones realmente cuadrados como para enfrentarse a sus propios demonios, matar a unos cuantos y seguir p'alante con la espada en alto, por lo que pueda pasar... El bueno de Robert al pisar la universidad, lejos de integrarse en una hermandad, beber como un cosaco, putear a los novatos y follar sin parar, decidió asistir cada mañana a sus clases y trabajar en una librería especializada en literatura industrial (Un término un poco extraño e inexistente fuera de los Estados Unidos). En la librería de literatura industrial Robert tampoco perdía el tiempo. Como durante todas las horas que Robert invirtió en la librería, nunca nadie había entrado comprar nada, aprovechaba las largas horas muertas para estudiar y consultar los libros de ingeniería. Especialmente uno de un tal Harris y otro de un alemán con un apellido imposible, muy complicado. No me acuerdo, bueno, que le den, ¿A quién coño le importa si estamos hablando de Robert?.
De esta manera, sin emociones, sin acción, sin vida y con cientos de folios estudiados a sus espaldas, Robert podría haber realizado dos cursos en un año, pero como era de origen humilde, su beca no era de deportes y la universidad era muy cara, se tuvo que fastidiar porque no podía costearse ni un crédito más.
Consumido por la angustia de no poder sacarse dos cursos en un año una noche al salir de la librería se dejó llevar por una aterciopelada, dulce y violenta voz. Aquella voz era la voz más hermosa y más terrorífica que había escuchado en su vida, porque esa voz le arrastraba. Esa voz derrumbaba uno a uno todos los muros que se había construido ladrillo a ladrillo en Alabama y durante todo el primer curso de carrera. Era la voz de la perdición, era la voz del "déjate llevar, ven a mi". Era la voz más jodidamente seductora que había escuchado. A cada golpe de fonema se le erizaban más y más los pelos, ahora el vello, luego lo otro, y así hasta se le erizó el corazón. Era aquella la cálida voz de los pensamientos recuerrentes, esos que te arrastran hacia un abismo que por desgracia tiene fondo y cuando impactas contra él te destrozas desde el primer metacarpio hasta el último molar. Así que Robert, que nunca en su vida se había enfrentado antes a tamaño lujurioso y devastador canto, se decidió por hacerle caso y entrar en aquel tugurio del callejón que va de Main St. a St. Louise St. La Perla Plateada.
Entró en aquel lugar difuminado por el humo del peor tabaco, lleno de gentes con pasados olvidados y futuros que más valdria, llegado el momento olvidar Allí, entre infraseres inmundos, gangsters, putas, chorizos y corruptos estaba Glenda sirviendo un chupito de tequila a un enano que trabajaba como mecánico en un pequeño taller para coches de karting, es decir, de karts, carts... o como se escriba. Glenda giró la mirada en dirección a Robert embutida en un vestido rojo que ofrecía la vega de sus pechos a todos los ojos que se pusieran delante, pero no a todas las manos, porque Glenda era una chica muy decente. Estaba estudiando enfermería en St. Paul's Mercy Hospital, donde desvestía a borrachos y por las noches se sacaba unos peniques en La Perla gris vistiendo a santos. Glenda, después de ponerle el chupito a Greg el enano, se acercó hasta la posición de Robert, se reclinó hacia él y le preguntó a Robert con un cierto aire desganado que qué quería. Robert levantó la vista del canalillo de Glenda y vió la cara más dulce, bonita y angelical que había visto en su vida. Hasta el momento sólo había tenido ojos para aquel milímetro de aureola que asomaba por el escote ¿En v? ¿Redondo? ¿Ballena?. Pero ahora, al verle esa carita de ángel, y esos dos luceros del alba, la cosa había cambiado y le llamaremos atracción sexual cuando en realidad Robert sintió amor. Tanto le gustó Glenda a Robert que el muchacho sintió cómo el suelo se partía en dos y el tugurio aquel se transformaba en una suerte de Mar Rojo por cuyo caminito sólo circulaban los efluvios del amor. Robert sintió tanta emoción que pensó que de repente era víctima de una eyaculación precoz. Por culpa del chasco Robert tuvo que bajar de las nubes y volver a la realidad. Una lástima, porque todos cuando nos hemos fascinado de repente al descubrir a alguien, hemos querido parar el tiempo, o al menos hemos deseado que caminara tan lento, tan lento como tarda en pasar por la cabeza de una aguja. Se había manchado los pantalones, estaban mojados. ¿Por qué tenía que pasarle a él eso de la eyaculación precoz?. Bajó asustado la mirada a su entrepierna y la verdad es que tampoco era tan grave, el cliente enano, que iba más borracho que una cuba, le había tirado su chupito de tequila en la entrepierna. Robert suspiró aliviado. Glenda se reía de la situación y Robert se puso rojo porque la sonrisa dulce e ingenua de Glenda devolvió a Robert a esa nube de algodón de azúcar donde se para el tiempo. Y en esa nube estuvo montado aproximadamente los quince años siguientes. En fin... dicen que eso pasa cuando hay amor.
Quince años después Robert vivía felizmente casado con Glenda en un familiar, bonito y elegante suburbio de Detroit, la ciudad que le había visto crecer y convertirse en uno de los ingenieros industriales más creativos e innovadores de la indústria automovilística. Robert y Glenda vivían felizmente casados y con un patrimonio que hacía la gloria de los humildes padres de Robert, quienes gracias a su hijo, podían pagarse una primera visita al odontólogo, unas vacaciones en un camping y pedir comida a domicilio. (Hay que pensar que esto sucedió en los años 50-60, años en los que ir al dentista, a un camping y pedir comida a domicilio era todo un lujo que no estaba al alcance de cualquiera... bueno... vamos... como ahora). Pero llegó un día fatal, Greg, el dueño enano de la empresa automovilística para la que trabajaba Robert, le puso de patitas en la calle. Pasó como se pudo el trance y gracias al amor y a la comprensión de Glenda, la patada en el culo fue menos dolorosa.
Pasaron los días, los meses y los años desde que aquel día en el que a Robert le habían despedido de la fábrica de parachoques en la que había trabajado en los últimos quince. La fábrica de un enano que cuando era pequeño había trabajado como monstruo de feria, hombre ahora muy sagaz en los negocios que a base de esfuerzo, juergas, extorsiones, putas, alcohol y drogas levantó la fábrica de parachoques más rentable de todos los Estados Unidos. Su bebida preferida era el tequila y sus mujeres preferidas las asiáticas. Pasaron exactamente dos años desde que a Robert le habían despedido y no encontraba trabajo ni a tiros. Como no hizo amigos, ni contactos, ni networking en la universidad, ni con ningún ingeniero en su época en la librería de ingeniería, porque no había pasado ninguno por su tienda, ahí seguía el bueno de Robert haciendo en casa las tareas del hogar. Robert se había acomodado a aquella vida dulce y sencilla, en la que preparaba apple pies, muffins, ricas viandas a la plancha cocinadas con un chorrito de aceite de oliva y acompañadas de guisantes y zanahoria hervida. Cada día desayunaba, se duchaba, se acicalaba, despertaba a los niños, los bañaba, los vestía, les hacía el desayuno a ellos y a Glenda, Glenda se iba, él llevaba a los niños al cole, no sin antes darles un bocadillo de manteca de cacahuete envuelto en papel de aluminio, volvía a casa, hacía la colada, limpiaba, pasaba la aspiradora, fregaba, preparaba un puchero, comía con Glenda los días que ella podía, si no comía solo, lavaba los platos, sacaba el coche del garaje, iba a buscar a los niños al cole, volvía a casa, les daba de merendar, les ayudaba a hacer los deberes, veía con ellos un rato la televisión, a las 8.30 llamaba a Glenda y le contaba lo que habían hecho durante el día, acostaba a los niños, esperaba a Glenda, cenaban, le hacía un masaje en los pies, se sentaban en el sofá abrazados a ver la tele para no hablar entre ellos, subían a la habitación de matrimonio, Glenda se ponía el picardías sexy, encendía unas velitas, se perfumaba, Robert se iba al lavabo a tomar unas pastillitas azules que le hizaban la bandera, se acostaba en la cama, apagaban la luz, hacían el amor, córrete rápido que hay que ir a dormir. Fundido a negro y así empezaba un nuevo día calcado al anterior. Durante su agetreada vida de amo de casa tenía tiempo para el ocio y la evasión, cuando tenía un poco más de tiempo y quería socializarse y abrirse al mundo, que era un ratito todos los días, intercambiaba recetas con las vecinas, consejos de jardinería y conocimientos sobre pañales, papillas, ganchillo, corte y confección. La situación económica familiar, pese al despido de Robert y su nuevo rol de amo de casa, nunca mermó porque Glenda había conseguido poco a poco, y a base de mucho esfuerzo, montar dos locales de comida tradicional que hacía las delicias de las familias modélicas del suburbio donde vivían.
Como Glenda estaba muy ocupada todo el tiempo, Robert no encontraba trabajo y le gustaba tanto su nueva vida llena de placeres, emoción y ambiente relajado, decidió hacerse cargo de las tareas de su casa y no dedicarse a la ingeniería más. Él orgulloso decía a todo el mundo que era su decisión. Bien meditada. Decisión derivada de una toma conciencia bien madurada. Tomó la decisión el 16 de Octubre de 1963 hasta el día 24 de Mayo de 1968, día en el que se suicidó.
Pero todo suicida siempre tiene un motivo para decir que se acabó lo que se daba. Y Robert dejó bien claros sus motivos escritos en una carta, pero como es tarde se lo explicaré en el capítulo de mañana.